RETRATOS DE UNAS MIRADAS DE MI PADRE
Por Marcelo Pichon-Rivière
....Enrique Pichon-Rivière, el Psicoanalista, el Maestro, Sócrates, el
Pionero, el Santo, el Padre, siempre entrevía sin miedo la locura....
A mi padre, Enrique Pichon-Rivière, le decían Pinzón. Una palabra que de
chico me resultaba misteriosa y musical y que ahora la leo, (la escucho) como
una mezcla de punzón y pezón. El daba momentos hirientes, filosos, y momentos
suaves, tibios, alimenticios. Su inteligencia era filosa, a menudo indolente.
Aquel que intentaba discutir algún tema intelectual con él habitualmente salía
mal parado. Tenía esa arma que destella como un cuchillo y aparece en el
momento más imprevisto: el humor. Un chiste de Pichon descolocaba a cualquiera.
Pero su inteligencia también era tibia, alimenticia. A las horas más
inesperadas y en los lugares más improbables, Pichon (como lo llamaban sus
discípulos, respetando la dicción francesa pero insinuando, casi marcando, un
castellano acento en la o iluminaba y deslumbraba a todo aquel que,
simplemente, se acercara a él para contar penas y confesar olvidos.
"El freudomarxismo fenomenológico de uno, el informacionalismo del
otro, el institucionalismo de terceros, todo había partido de Pichon. Y por
otras razones, u otros niveles, también la Escuela Freudiana. ¿Quién no
recuerda cuando Pichon decía que el secreto de un esquizofrénico es aquello de
lo que en la familia no se habla, o que había que seguir sus pistas, pero para
interpretarlo como una charada? Su vida era una verdadera deriva y de alguna
manera siempre se tenía que ver con ella. Tenía algo de la imagen del Santo al
que se le perdonaba todo y al que algunos espiábamos qué era lo que no se le
podía perdonar. Un Santo al que se le caerían demasiados objetos "a"
en su tambaleante camino. Su seducción era su generosidad: siempre pareció desear
el objeto de la demanda del otro. En una época, en que mi propia deriva me
acerca a la suya, me preguntaba yo por qué le gustaría tener más de un
encendedor en los bolsillos y regalarlos. En un país sin tradición cultural
asentada y una capital sobresofisticada, pero sin defensa contra la entrada
masiva de información (la que tienen por ejemplo los países europeos: en
Londres se ignora en 1975 a Lacan; en Buenos Aires existe una mayor
familiaridad, entre los cuadros medios de psicoanalistas, con la obra de
Melanie Klein, que entre practicantes del mismo nivel en París), un
psicoanalista como Pichon-Rivière, dotado además de una sólida formación
psiquiátrica (por su formación se lo comparaba algunas veces a Lacan), no
dejaba de parecerse a esos médicos del lejano oeste o de la hambrienta campiña
irlandesa que tiene que hacerlo todo: extraer una bala, asistir un parto, dar
masajes, operar de amígdalas, enterrar a la gente", dice Oscar Massota en
Ensayos lacanianos.
"Su seducción era la generosidad". Como suele ocurrir con los
seductores, mi padre seducía a todos menos a su mujer Arminda Aberastury y sus
hijos: Enrique, Joaquín y Marcelo. Nosotros formábamos parte de la retaguardia,
de la tranquila y húmeda trinchera donde el Santo volvía para reponer sus fuerzas.
Los Santos, como los borrachos, andan a los tumbos. Se detienen ante lo primero
que se les cruza en el camino. Van a la deriva. Esa forma de ser no encaja con
una vida familiar. Amaba a su mujer y a sus hijos, pero también necesitaba
escapar. Las vías de escape eran múltiples. El alcohol, los psicofármacos y,
fundamentalmente, el trabajo. El alcohol atenuaba una constante actividad
mental e intelectual, le brindaba un reposo cálido y efímero. Las drogas de
farmacia lo estimulaban, hacían posible una omnipotencia imposible. En los
primeros años de matrimonio, mi madre ignoraba que él tomaba estimulantes;
trataba de seguirle el tren hasta que caía agotada. (Hablando de tren: Joaquín,
cuando tenía dos años, abrió el cajón de la mesa de luz de mi padre y tomó una
de esas pastillas: no durmió durante dos días y en su acelere, uno de los
caprichos fue ir a ver los trenes pasada la medianoche.) Sus supuestas
borracheras eran ante todo momentos de colapso: su enorme fuerza lo abandonaba
y caía fulminado luego de días y noches de incesante actividad. Cuando éramos
chicos el tema de su adicción era algo sabido por mis hermanos y yo. Por eso me
impresionó muchísimo ver El hombre del brazo de oro, un film donde Frank
Sinatra hace el papel de un morfinómano que intenta abandonar la droga. La
tercera vía de escape, lo dije, era el trabajo. Su entrega era absoluta. Allí
su seducción era la generosidad. Con los discípulos y los pacientes, con todos
los que se acercaban a él, en busca del Psicoanalista, el Santo o el Padre.
Podía ser una cita en su consultorio o un encuentro casual en Mau Mau o en una
pizzería de barrio. Recuerdo una noche que comimos, mi padre, Ana Quiroga y yo,
con una amiga y un norteamericano, veterano de la guerra de Corea. Pasamos de
las tranquilas delicias de la cocina francesa en un restaurante de San Telmo, a
las trincheras de la guerra en la habitación de hotel del americano. Mi padre
parecía un chico: arrojaba granadas, reptaba entre los muebles con mirada
furiosa, se sumergía debajo de una cama como quien atraviesa un campo lleno de
alambres de púas y minas escondidas. Por supuesto, no hacía más que acompañar
al soldado en su brusco retorno al infierno. En la madrugada, el americano
había dicho adiós a las armas y volvía a la normalidad.
Como dijo Massota: podía extraer una bala o asistir un parto. Era un
médico de pueblo, querido, buscado, añorado. Cuando pasaba por algún lugar, era
tan normal invitarlo con un trago como arrojarle -literalmente- el loco oculto
de la familia.
En el prólogo a Vías de escape, un libro de memorias, Graham Greene
dice: "Escribir es una forma de terapia; a veces me pregunto cómo se las
arreglan todos los que no escriben, componen o pintan para escapar, de la
locura, la melancolía, el terror pánico inherente a la situación humana".
Y cita una observación de Auden: "El hombre tiene tanta necesidad de
escapar como del alimento y del sueño profundo".
La forma de terapia de mi padre no era la escritura. Un Santo a la
deriva no escribe: habla. La gente se reunía alrededor de mi padre para
escucharlo. En clase, era insuperable. Toda la riqueza que no tienen sus
escritos (residuos del habla prolijamente redactados) la tenían sus clases. Su
pensamiento y su modo de hablar formaban una unidad dinámica, seductora,
generosa. De la frase iluminada pasaba al chiste tan oportuno como imprevisto;
de la densidad de un desarrollo de la teoría pasaba a lo concreto, haciéndole
sentir a cada uno de los que estaban presentes que el conocimiento es posible,
que todo aprendizaje es un tránsito vital, una iniciación. Salvo en la
adolescencia, cuando compuso algunos poemas en francés, a mi padre nunca le
interesó escribir. No tenía ninguna pasión por la escritura. Los mediocres de
siempre atribuían a la dispersión, a una vida irregular, desordenada, esa falta
de interés. No es la explicación correcta. Cuando se decide a reunir en dos
volúmenes sus distintos artículos y conferencias (Del psicoanálisis a la
psicología social, 1971), lo hace ante todo para dejar un testimonio, una
herencia escrita. Pero su pasión estaba en la palabra dicha, en la palabra
compartida con el discípulo. Le gustaba comparar su actitud con la de Sócrates.
Su pasión, su vía de escape, era la enseñanza, el continuo aprendizaje, con y
desde sus alumnos y pacientes. Pensar y curar, decir e interpretar formaban una
misma textura de palabras y gestos. Eran su terapia para enfrentar el terror
pánico inherente a la situación humana. Una terapia activa y transformadora, su
remedio de médico de pueblo, para la locura y la melancolía.
Durante los viajes, en las vacaciones y en los fines de semana largos,
solía contarnos, a mis hermanos y a mí, sus relatos de infancia. Lo primero que
me deslumbraba era la proximidad de los indios y de los animales. Un chancho
salvaje le había mordido una oreja y para él esa herida era un motivo de
orgullo. También me fascinaba su pasaje de la nieve al follaje de la selva. Lo
imaginaba en un trineo en las calles nevadas de Ginebra y luego tenía la imagen
de ese trineo, inútil, en un rincón de la casa paterna en el Chaco. Otro relato
me impresionaba especialmente: una manga de langostas arrasando con la cosecha
de algodón y con todo, mientras el abuelo, en el momento de desaparecer el
techo de paja de la casa, exclama: " ¡Qué hermoso, qué azul es este cielo!".
La historia que a mi padre más le divertía contar era la de un hombre, un
político importante de la zona, que iba por las islas buscando el eco. Gritaba:
"¡Eco! ¡Eco! ¡Eco!", y aguardaba la reverberación del sonido. Un día,
mi padre y sus amigos se subieron a los árboles de una de las islas y esperaron
a este hombre. Cuando él comenzó a buscar el eco con sus gritos, le
respondieron: "¡La puta que te parió!"
En una nítida tarde de 1942 (dos años antes de que yo naciera) Nieves
Otero limpiaba los restos de un fuego que había entretenido a un niño
incendiario, en el consultorio de mi madre. Siguiendo el ritmo de la escoba,
repetía incansablemente: "Todos locos, los que están y los que
vienen". La empleada doméstica recordaba otro pequeño incidente: a la
misma hora, mi padre atendía a un epiléptico que en momentos críticos orinaba
en el piano que estaba en el living. 1942 es el año de la fundación de la
Asociación Psicoanalítica Argentina. Las primeras reuniones de la APA, que
habían comenzado en lo de Celes Cárcamo, fueron rotando de lugar en lugar; así,
mi padre fue nombrado miembro didacta en su propia casa. En el año '43 alquilan
un departamento en la calle Juncal: apenas un living y dos dormitorios, donde
Ángel Garma, Marie Langer, Cárcamo, Arnaldo Rascovsky, y mi padre discuten si
los analistas debían cobrar 3 o 5 pesos. Para Marie Langer, la cifra correcta
era 3,50.
En aquellos tiempos, la sentencia de Nieves era el comentario habitual
de todos los que se asomaban al ínfimo mundo del psicoanálisis en la Argentina
(cinco profesores, diez alumnos Arminda Aberastury entre ellos): "Todos
locos, los que están y los que vienen". Con los años, los prejuicios
siguieron siendo notables y despertaban la imaginación de la gente. Cuando
vivíamos en la calle Copérnico, a comienzos de los '50, una paciente le contó a
mi madre la versión que entonces corría por el barrio: con las cortinas
cerradas, a la tenue luz de los candelabros, almorzábamos y cenábamos
completamente desnudos. Los pioneros tienen una vida legendaria. A la épica de
sus gestos cotidianos, de sus grandezas y debilidades, se unen -como una sombra
grotesca- las fabulaciones de la gente que no tolera las situaciones de cambio
y mucho menos a quienes protagonizan esas transformaciones. Durante muchos años
los enemigos estuvieron afuera. Eran los médicos que no creían que se podía
curar con la palabra, los que querían encerrar a los locos y neutralizar a los
neuróticos. Después, los enemigos estuvieron adentro. La APA dejó de ser la
pequeña e informal institución en la cual mi padre se movía como pez en el
agua. Sus ideas fueron atacadas; su persona, difamada. En los años '60 muchos
vaticinaron un fin lento y seguro. Por el contrario, luego de una grave crisis
en 1957 y otra en 1965, Pichon no dejó de trabajar, renovarse y mantener una
notable independencia frente a las sucesivas divisiones que tuvieron lugar en
la APA.
"Cuando con el transcurso del tiempo Pichon lesiona seriamente su
salud por un cierto abuso del alcohol y de drogas, no las pesadas ni las modernas,
las de farmacia, el viejo, es inhibido por la Asociación Psicoanalítica
Argentina. ¿Qué se les puede reprochar? Después de haberle ofrecido asistencia
médica y psicoanalítica, ¿qué más podían hacer? Como esas familias demasiado
estructuradas, o tal vez demasiado internamente torturadas ya, a las que nada
enseña la producción de un loco. Desde aquel entonces la vida de Pichon ha
pendido siempre de un hilo", continúa Oscar Masotta.
Hacía tiempo en realidad que Pichon ponía toda su energía en otra
institución, la Primera Escuela de Psicología Social, su escuela. Allí también
tuvo que soportar guerras internas, intentos de usurpación. Pero nadie pudo
doblegarlo en su propio ámbito. El ámbito de Sócrates. Cuando su voz disminuyó
casi hasta el borde del silencio, luego de la larga enfermedad que padeció en
1974, su presencia en la Escuela era casi totémica. El Santo ya no hablaba,
pero con su mirada y sus gestos mantenía inalterable el fuego de la
comunicación, el tránsito vital del aprendizaje. Un tubo de plástico salía de
su nariz y ya no podía usar la boca para beber y comer. Estaba delgado. Pero su
fragilidad era engañosa. Una fortaleza profunda surgía de cada uno de sus
gestos. El siempre habló de hacerle la verónica a la muerte. La sombra de un
cuerno de toro -como diría Michel Leiris- fue la punzante amenaza que lo
acompañó toda la vida: el psicoanálisis y la psicología social considerados
como una tauromaquia.
Mi padre decía: “...Mi interés por la observación de la realidad fue
inicialmente de características precientíficas, más exactamente, míticas y
mágicas, y adquirió una metodología científica a través de la tarea
psiquiátrica...”, “...Ubicado en un contexto en el que las relaciones causales
eran encubiertas por la idea de la arbitrariedad del destino, mi vocación
analítica surge como necesidad de esclarecimiento de los misterios familiares y
de indagación de los motivos que regían la conducta de los grupos inmediato y
mediato...”, “...El conocimiento psiquiátrico, lo que llamamos el esquema
referencial de la psiquiatría, está en la mente del estudiante. Él tiene dentro
de sí funcionando todos los mecanismos de la enfermedad con variaciones
cuantitativas entre él y el enfermo más grave del hospital psiquiátrico. Para
poder conocerlo, entrar dentro de él, el aprendiz necesita asumir el rol del
paciente...".
La responsabilidad de escribir sobre un padre que fue psicoanalista es
casi un estigma. Una marca. La gente espera que un psicoanalista sea una
persona equilibrada, dueña de sí misma. Que viva sin excesos, sin errores.
Sobre todo, eso: sin errores. No hay nada más alejado de la vida -y, en
consecuencia, del psicoanálisis- que una existencia ordenada. Bruno, Bettelheim
dice: "Se considera que el objetivo del psicoanálisis es el de hacer que
la vida sea más fácil; pero no es eso lo que su función pretendía. El
psicoanálisis se creó para que el hombre fuera capaz de aceptar la problemática
de la vida sin ser vencido por ella o sin ceder a la evasión. Freud afirmó que
el hombre sólo puede extraer sentido a su existencia luchando valientemente
contra lo que parecen abrumadoras fuerzas superiores".
Nadie separa al poeta de la poesía. Algún día nadie separará a los
psicoanalistas del psicoanálisis. Mi padre luchó contra lo que parecen
abrumadoras fuerzas superiores. Espléndida forma que encontró Bettelheim para
decir: el pasado -familiar, cultural- nos abruma como la ley al personaje de
Kafka. Y en ese proceso, inevitable, mi padre salió victorioso. La lucha de mi
padre fue doble, como la de todo verdadero psicoanalista: peleó por su vida y
por la de los demás. Y comenzó a ejercer su profesión en una época en que las
ideas de Freud eran duramente atacadas, ya sea con la indiferencia o con
estrategias de choque, de fuerza. Cuando logró formar un servicio ejemplar en
el Hospicio de las Mercedes -a mediados de los años '40- fue echado y
degradado.
La metáfora de la lucha continúa. Un día, a comienzos de los años '70,
fui a visitarlo. Ese día -en una tarde luminosa- un hombre esperaba a mi padre
con ansiedad, con angustia. Ese hombre -se diría- estaba loco. En un murmullo,
Juana -una mucama tan enorme que debía pasar de perfil por algunas puertas y
corredores- me advirtió que ese hombre había estado detenido por dirigir el
tránsito. No era un policía, para más datos. Por un momento, me retraje. La
locura nos da miedo. Pero recordé un consejo de mi padre, una vez que estaba
-de visita- en la clínica que tuvo en la calle Rodríguez Peña: "El loco
-de algún modo hay que llamarlo- sólo te agrede cuando le tenés miedo. Si un loco
te mira a los ojos y no descubre miedo, nada te puede pasar". Lo miré a
los ojos. No vio miedo en mis ojos. Entonces me habló. Me dijo: "No doy
más". Su cuerpo cayó. Literalmente, cayó. Encogido, mirando a través del
corredor la puerta del consultorio de Pichon, dijo: "Es como pelear contra
Nicolino... nunca lo puedo alcanzar... Pego, Pego y no puedo alcanzarlo, no se
puede....”
Hablaba de Locche, el boxeador. Locche siempre vencía al adversario.
Estaba ahí, pero invencible, inalcanzable. ¿Cuántas cosas condensaba esa
astucia, ese oficio prodigioso? Se abrió la puerta del consultorio de mi padre.
Le hizo un gesto para que fuera hasta allá. El hombre, ese hombre, cayó más
todavía. Algo lo destrozaba. Mi padre hizo otro gesto, esta vez con la mano. Lo
llamaba. El hombre negaba con la cabeza, con las manos. Inmóvil en su
destrucción. Súbitamente, inesperadamente se irguió, caminó a través del
corredor. Entró en el consultorio. La puerta se cerró. No conozco el final de
este historial, de esta historia. Lo que importa ahora es la imagen: dos
luchando del mismo lado por algo casi inasible, que tantas veces resulta
intangible: la vida.
Mi padre venció fuerzas abrumadoras. Y nos legó una certeza: hay ojos
que entrevén sin miedo la locura.
Va mi homenaje a esa mirada
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