Carolina Pavlovsky. Lo Grupal 8. Editorial Búsqueda
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stas apreciaciones intentan ser una reflexión crítica
acerca de la producción psicodramática, tanto en el dominio de su práctica como
en el de la teoría. La crítica no es un
ejercicio frente al cual podamos preservar nuestra neutralidad. No hay crítica
neutra: toda práctica y toda teoría puede y debe ser interrogada según su
posicionamiento efectivo en relación a la problemática del poder, según su modo
de concepción y ejercicio; poder que se agencia en la naturalización de las
formulaciones, como estrategia para sostener la jerarquía de ciertos discursos,
prácticas y saberes.
Pero aún, ni siquiera nuestra
integridad queda inmune: el acto de desmitificación que supone poner bajo la
mira de nuestro análisis la materialidad del objeto de nuestras operaciones,
involucra, en un movimiento dialéctico nuestra propia subjetividad, afectando
sus más sólidos referentes.
Cabe entonces preguntarnos ¿qué
noción de clínica estamos manejando? ¿Qué concepciones de enfermedad, de cura,
subyacen en la práctica del psicodrama? El alcance de estas preguntas supera
las intenciones de este trabajo, pero abordaremos la cuestión por la vía que
más nos compromete en aquello de “poner el cuerpo”: ¿cómo se hace un psicodramatista?, ¿cuáles son las condiciones de
elaboración y ejercicio de su experiencia?, ¿cuáles son los referentes desde
los cuales se posiciona en su especificidad?
Si en algún momento de su
historia, el psicodrama fue el “sátiro” de los abusos catárticos, hoy parece
correr el riesgo de transformarse en una técnica de adiestramiento y
neutralización afectiva. “La técnica se convierte en una forma de anticipar y
prever lo imprevisible” (Juan Carlos De Brasi), en política de control (aquí
hay que aplicar inversión de roles, allí conviene un soliloquio, etc.), cuando
detrás de su voluntad interpretativa, neutraliza la intensidad pulsional, y
puede ser entonces un borde rígido para conjurar un desborde de flujos
afectivos.
El perfil del
psicodramatista, en nuestro país, lleva la marca indisoluble, indiferente de la
orientación que más le cuadre, de una tradición psicoanalítica y de una
formación en la experiencia de los llamados pequeños grupos.
Pero poco riguroso, en su
generalidad, en el ejercicio de conceptualizar su práctica, más inclinado a
acumular experiencias “vivenciales” que al debate teórico de las ideas, el
psicodramatista parece no encontrar su verdadero estatuto como agente de su
quehacer y su saber: ¿coordinador (de grupos)?, ¿animador?, ¿terapeuta
corporal? Vocación aún marginada y dispersa en el campo de las prácticas “Psi”,
con un estrecho margen de literatura que responda a los interrogantes que hoy
le plantea una praxis que parece haber bajado la guardia para legitimar su
lugar como método de experiencia y campo de investigación, (literatura a la que
a veces recurre como a un manual de recetas), el psicodramatista no cree ya en
la singularidad de su especificidad: parece haber olvidado que el psicodrama es
uno de los dispositivos de intervención clínica más polémicos pero también más
creativos que el siglo XX haya inventado.
El Psicodrama, obligado a
expiar su seducción, su exhibicionismo, su inclinación dionisíaca por las
catarsis descontroladas, arrinconado frente al avance de dogmatismos teóricos
frente a los que se ve compelido a rendir cuenta de su nivel científico, no
sería del todo osado sostener que, en nuestro contexto, se ve reducido a una
práctica “filial” que, en tanto no genere su propio espacio alternativo de
producción, busca reconocerse invocando obedientemente la “paternidad” de una
generación pionera, que aún hoy sigue siendo la vanguardia de un pensamiento
siempre vivo y transformador.
Sería hora de preguntarnos si
con esta gratitud reverencial hacia quienes nos despejaron el campo de acción,
no los estamos literalmente abandonando a la soledad de los héroes sin
descendencia y por lo tanto, sin interlocutores.
El psicodramatista se ha
vuelto silencioso, extremadamente cuidadoso en sus movimientos, pulcro con sus
intervenciones, bajo la consigna de mantener en el nivel mínimo la variable de inducción. Ha
adquirido un estilo grave, ascético, neutro, monocorde. El auge de la puesta
bajo la mira crítica del deseo del analista -y de todo agente clínico en última
instancia-, deriva con peligrosa facilidad hacia una gimnasia del autocontrol.
La era de la soft tecnology ha invadido también las disciplinas de la
curación. El psicodramatista es un operador más entrenado en los modales
silenciosos de la abstinencia y la moderación, que en la sensibilidad estética
de la dramaturgia.
Si en sus orígenes, el psicodrama se autoproclamó
como revolución creadora (aunque en Moreno parece haberse agotado más bien en
una religión de la espontaneidad), y en los años 60-70 florece como una de las
formas técnicas del happening, la desintoxicación expresiva, el sensitivy
trainning (modo pe apropiación y control del sistema capitalista americano para
convertir en negocio redituable y poner al servicio de su mantenimiento todo
tipo de movimiento de cierto corte innovador, como sucedió con el hippismo, en
la misma década), decíamos, en la actualidad lo acecha el peligro de reducirse
a una sofisticación amanerada, un instrumento de simulación que no pasa del amague.
Forma obscena del antiteatro (Baudrillard).
No lo impulsa ya una filosofía de la
improvisación (impromptu) como forma artística dionisíaca, sino que lo
"compulsa" la presión sofocante de las categorías psicoanalíticas
desde las que se lo ha intentado articular.
En aras de limitar los efectos de poder
de su práctica, el atributo de director no le sienta cómodo a todo aquel
que ejerce el psicodrama.
La dirección de la escena se le ha
vuelto problemática. Interviene desde una exterioridad prudencial. No toca
casi al paciente, no interrumpe sino para mantener en un umbral tolerable
(elaborable) la intensidad emocional de la escena. Opera a distancia en un
oficio de guantes blancos.
Contrariamente a estas gestiones de
higiene científica, en Moreno se ve a las claras que la marcada incidencia que
no sólo su presencia; sino también su emplazamiento corporal, el tono de su
voz, su contacto físico, su distancia, su despliegue siempre buscador de algún
efecto en el protagonista o en el público, no era un factor a evitar, sino,
todo lo contrario, eje principal de su método. La descripción detallada que
hace de las funciones de director revela que de lo que se trata allí no es de
un punteo de reglas técnicas, sino de unas estrategias hábilmente dispuestas
para condicionar al público y luego al protagonista que saldría de allí, al
estado psicofísico que Moreno consideraba como óptimo para desplegar una
dramatización. Maestro en el arte de la inducción, calculador táctico de los
efectos de sugestión de su carisma. Todo era parte del warming: cada
uno de sus movimientos, de sus palabras, cumplían, a la manera de un orden
ritual, una función de eficacia inductiva dentro de una estrategia
global que llevaba al montaje de una escena protagónica. Hasta la idea de los
escenarios escalonados da cuenta del carácter casi ceremonial (disposición
regulada del espacio) que suponía el proceso de la dramatización.
Pero lejos hoy ya de los delirios de
grandeza morenianos, vestimos con los ropajes que nos prestaron los
"estilos" aprendidos; no es una coartada suficiente para desconocer
el alcance de una práctica cuyos efectos superan los rudimentos de una técnica
aplicada.
No se puede dirigir sin violentar la materia,
sin el recurso a una acción
que descentra, altera, transgrede
el eje de sentido de un texto original. El proceso de la dirección es siempre
activo, deseante casi al extremo del goce, puesta en acto de una presencia
inexorable, singularidad que talla toda la autoridad de su marca en un texto
original. Es una densidad deseante, no una transparencia neutral. “Hay texto
escrito listo para ser transgredido”. (Fridlewsky, Pavlovsky, Kesselman).
El psicodrama no debería aspirar a
legitimarse desde su adaptación a los parámetros vigentes de las disciplinas
más rigurosas, sino más bien constituyéndose y manteniéndose como espacio
alternativo de investigación y de creación. No es en los paradigmas de
cientificidad sino en una concepción de la libertad
y el deseo
donde el psicodrama puede encontrar la dirección de su método.
Dejando sin cerrar las preocupaciones
que guiaron estas conjeturas, abrimos el juego de otra apuesta en la que
interesamos nuestra reflexión. Dos citas encabezan la propuesta:
"En la relación entre historia e imagen,
aquella me parece como un vampiro que intenta chupar la sangre a las imágenes.
Estas últimas son muy delicadas, como caracoles que se repliegan cuando se toca
su antena. Tampoco quieren trabajar como caballos; no les gusta cargar ni
transportar: ni mensajes ni sentidos ni propósito ni moral" (Wim
Wenders).
La otra es de Gilles Deleuze, de su
libro Lógica del sentido: "Es a fuerza de deslizarse que se asará del otro
lado; ya que el otro lado no es sino el
sentido inverso. Y si no hay nada que ver detrás del telón, es que todo lo visible,
o más bien, toda la ciencia posible, está a lo largo del telón, que basta con
seguir lo bastante lejos y lo bastante estrechamente, lo bastante superficialmente,
como para invertir lo derecho… No hay pues unas aventuras de Alicia,
sino una aventura: su subida a la superficie, su repudio de la falsa
profundidad, su descubrimiento de que todo ocurre en la frontera".
Nos planteamos de entrada una serie de
cuestionamientos: ¿qué tipo de configuración conceptual conforma la definición
de escena en psicodrama, y de qué manera estas conceptualizaciones regimentan
nuestros modos de intervenir clínicamente?
La tarea supone, en efecto, oponer,
desintegrar, hacer estallar cada uno de los supuestos que inciden en la instrumentación
de una noción tan particular y tan poco sometida a análisis críticos, como es la
de escena psicodramática. El "hecho” deberá ser "deshecho" para
elucidar, en su irradiada composición, las condiciones de su enunciación y su
producción, (Juan C. De Brasi)
Veamos algunas definiciones. La noción
de escena está directamente vinculada a algunas de las principales articulaciones
del psicoanálisis desde sus orígenes: escena traumática - huella mnémica – representación
–fantasía – signo - símbolo.
En la clínica freudiana, la teoría
traumática da pronto paso a la preeminencia de la realidad psíquica
(fantasía). Ya desde 1897 Freud distingue a los fantasmas como procesos de traducción.
De la opacidad de lo real del trauma a la inscripción representacional. La
representación como proceso de inscripción, registro y organización de los
primitivos complejos perceptivos abiertos. (Carta 52 a Fliess).
La noción de fantasma, en la diacronía
de la obra de Lacan, fue operando transformaciones cuyo recorrido nos permite
explorar la trayectoria de su teorización. A partir de 1960, el estatuto del
fantasma sufre un giro radical: a partir de concebirlo como una construcción
que opera como pantalla sobre un vacío (real) no significable, lo sitúa en una
relación fundamental con lo no representable, aquello que categorizará como
resto incapturable. Pero aún aquí, en el límite de la estructura, no se la
puede pensar sino dentro de su propia lógica. El fantasma cumple aquí función
de axioma, de articulación gramatical. Es la lógica que organiza las
disyunciones de lo pulsional. Se está, por lo tanto, en muy específico registro
de lo inconciente: el inconsciente representativo en tanto se sostiene
que, si bien las pulsiones son silenciosas, necesitan sin embargo, un
representante en el ello. Pulsiones siempre sometidas a representantes
psíquicos.
Es decir: a pesar de que en las últimas
teorizaciones psicoanalíticas, lo real, como tierra de nadie, se impone
fatalmente como límite a supremacía del significante -y también del
Psicoanálisis- no se renuncia al desafío siempre forzado de hacer pasar a la
pulsión por los desfiladeros estrechos y ya prefigurados del significante,
impotentizando al inconciente como puro flujo que des-borda cualquier tipo de
contorno topológico.
Se trata de cuestionar la noción de inconsciente
y fantasma como registros cristalizados, de reevaluarlas como producciones de
la economía deseante (J. C. De Brasi).
Ahora bien, el concepto de fantasía, en
psicoanálisis, alude a un argumento, organizado en secuencias, en las que se
halla presente el sujeto en una trama que articula personajes, roles,
atributos, acciones, y representa la escenificación de un deseo inconciente.
(Laplanche y Pontalís).
Las características escénicas de la
fantasía están directamente en relación con la dimensión dramática que
se atribuye al nivel fantasmático. Fantasma como configuración de escasos,
aunque intercambiables y aún contradictorios elementos.
Toda una apreciación del acontecer grupal
se apoya en éste modelo dramático del
fantasma: la organización grupal interna del fantasma individual (Kaës, Missenard), la estructura dramática del grupo interno (Pichón-Rivière). Modelo
que remite a la segunda tópica freudiana, en la que Freud concibió la relación entre
instancias como si se tratara de un grupo personalizafdo.
La escena, como producto conceptual, es
tomada así como unidad de análisis de la producción psicodramática (Martínez Bouquet),
y constituye también el objeto principal de investigación de un determinado
pensamiento clínico (M. Bouquet, F. Moccio, E. Pavlovsky).
También toda la noción de representación
domina la concepción de la escena. Representación como discurso organizado, sistema
de signos, estructura de lenguaje (David Maldavsky). Representación que se
impone como régimen estructurante de la
realidad. (J. C. De Brasi).
Las primeras teorizaciones más o menos
acabadas sobre una metapsicología del psicodrama (G. y P. Lemoine), conciben a
la representación básicamente a partir de la consideración del juego del carretel,
o del fort-da, descrito por Freud, como matriz de todo psicodrama: simbolización
de una ausencia, evocación de un objeto ausente, perdido de
entrada. El lugar de la representación es la escena o dramatización. Dramatizar
implica el reencuentro, en el orden significante, con el objeto de la realidad.
Realidad ya no alucinada, sino producida desde la representación. La
representación posibilita ir del fracaso de la repetición como encuentro
fallido con dicho objeto, al duelo, es decir, a la representación simbólica del mismo. He aquí,
para esta corriente de pensamiento, la eficacia del psicodrama.
Pero lo que está en juego aquí es: ¿quién
simboliza?, ¿quién evoca qué?, ¿dónde está el sujeto y dónde el objeto en esta
construcción significante?, ¿es un mismo y único sujeto el que corresponde a
estas acciones?, ¿es siempre la misma calidad, el mismo estatuto de
subjetividad lo que está en cuestión? ¿Por qué privilegiar la posición de
sujeto, por qué defender esta ficción de una voluntad, de una conciencia,
incluso de un inconsciente del sujeto? (Baudrillard).
En "Los cuatro conceptos fundamentales
del psicoanálisis" de J. Lacan, la representación representante aparece
fundamentalmente ligada a la idea de afánasis, desaparición subjetiva. El surgimiento de toda subjetividad
aparece como vacilación radical. Es más: el fort-da no da cuenta del sujeto ejerciendo
una función de dominio frente al objeto, sino todo lo contrario, del momento de
desvanecimiento subjetivo. Si bien es cierto que para Lacan, este desvanecimiento
se produce exclusivamente en el plano significante, es precisamente lo que no
puede ser representado (caída del significante unario bajo la barra) lo que
opera como motor de la cadena deseante. Es decir, si bien advertimos el
momento de la supremacía de los signos, para una lectura lacaniana, podríamos
aventurar, desde otra perspectiva, la supremacía del objeto carretel, en los modos en que se manifiesta
como materialidad pura, en su condición de "signo" gravitacional, su autonomía
silenciosa, su inercia simulada mediante la cual se deja tomar como presa para
escurrirse mejor. Es en relación a esta idea de hiancia subjetiva (fuerza inaugural
de la repetición) que se perfila uno de los aportes conceptuales más radicales
y peor aprovechados de Lacan, el
objeto a como potencia y proceso maquínicos de desubjetivización.
Máquina sin sujeto; maquinación del deseo (¿y por qué no del goce?) en .tanto
irreductible, inasimilable a los órdenes estructurales.
“Objetalidad” que establece un real
concebido "más allá" del deseo, como su causa; sin embargo lo
que aquí se esboza es un objeto que se burla de estas determinaciones; objeto
que no tiene vocación: ni de causa, ni de deseo, ni de sentido. Régimen de la
superficie y la apariencia, este imperio “fatal” (Baudrillard) sólo puede
habitarse sometiéndose a su sin sentido, dejándose seducir por la danza
inquietante de sus signos vacíos, por su banalidad, su no previsibilidad, su
imperturbabilidad.
La importancia que tiene la noción de representación
en psicodrama, es su relación con una determinada concepción de lo imaginario
y lo simbólico. Observamos que aquella supone el pasaje del registro imaginario
al simbólico. Cuando el valor de una
imagen es pasible de plasmarse en una representación, en una figuración
representativa, pasa del nivel imaginario para adquirir función simbólica. (Marcelo
Percia).
Por otro lado, el término ESCENA, proviene
del griego SKENE: parte o tienda del teatro donde representaban los actores.
Ya su definición supone coordenadas que la delimitan y la sitúan. La escena implica
un argumento que la vertebra, personajes, interacciones (M. Bouquet). Abordar
la escena como despliegue espacializado de la imagen, significa concebir una
cierta geometría del espacio, una cierta función de la imagen (la geometría es
precisamente la medida de las correspondencias punto por punto entre
imágenes en un espacio). La escena presupone un marco que la encuadra y la
delimita. P ero ¿qué es lo que hay que enmarcar o encuadrar? ¿A qué hay que
ponerle límites? "La cultura del marco nos hace voyeristas, para espiar
la vida desde el marco" (J. C. De Brasi).
Hay una particular calidad de lo inconsciente
que atraviesa toda la perspectiva de la escena psicodramática, tanto en el campo
de sus prácticas como en el de sus formulaciones. El dispositivo
psicodramático, sólo puede operar, desde allí; con una determinada dimensión de
lo inconsciente: su dimensión teatral, representacional, figurativa, simbólica.
El intento de generar un desafío que ponga
en crisis, interrogue, resignifique una praxis de intervención de un orden de
riqueza y complejidad tales como es el psicodrama, supone restaurar al inconsciente,
como acontecimientación de la producción psicodramática, en su dimensión productiva.
Se trata de deshumanizar al inconsciente (O. Saidón), desde una perspectiva
estética molecular. Se trata de problematizar al inconsciente en tanto
privatizado, antromorfizado, que sólo pueda dar cuenta de su subjetividad
personalizada; subjetividad producida desde una dramática reducida a la
intimidad familiarista, o desde una lógica significante limitada a escasos
intercambios. Recuperar al inconsciente en su calidad incorporal, impersonal, preindividual,
más allá de lo general y lo particular, de lo colectivo y lo privado. (G. Deleuze). Inconsciente como multiplicidad de encuentros,
de afectaciones, de parcialidades que no logran totalizarse nunca. Inconsciente
no sujeto a las lógicas de las homologías internas entre contenidos latentes y
manifiestos; inconsciente cuyos sentidos no resisten desde las profundidades,
sino que fluye y se distribuye entre los pliegues e intersticios de las
superficies.
Hablamos de recuperar la ilusión de las
apariencias como lo han hecho durante siglos el arte; el teatro, la poesía.
Lo que se intenta aquí reivindicar es
también una lectura estética, no interpretativa. Pero le sumamos otra
intención: la de violentar el eterno esplendor de una subjetividad humanizada.
Estética de las conexiones y ligazones sensibles, en una superficie sin
espesor ni consistencia. Estética que quiebre la opacidad de la escena como
pantalla, con la caótica transparencia de automatismos, balbuceos, sonidos
humanos e inhumanos, partículas corporales e incorporales afectándose
mutuamente en la proximidad y en la distancia infinitas. Una estética que no
quede fascinada por la simulación de la máscara, sino que desnude la belleza
de una simultaneidad de muecas en permanente metamorfosis en la misma máscara;
atravesar la escena no como relación construida, sino como múltiple universo
de impresiones, destellos, percepciones moleculares; buscar las calidades
singulares de la producción psicodramática en los intersticios de la trama
expresiva. Interrumpir el gesto antes de que se desarrolle como código indicial.
Lentificar el movimiento para captarlo
antes de que anticipe el sentido, o bien acelerarlo de tal modo que se adelante
al mismo. Pero para abrir, en cada micromovimiento, en cada micropercepción,
la vertiginosidad de la pulsación inconsciente por la que supuran múltiples
historias.
En una sesión, Marcela no sabe cómo hacer
valer su tiempo, cómo privilegiar las actividades que la ocupan. Se le propone
espacializar con almohadones las áreas en conflicto, distribuirlos en el
espacio según la "distancia" o la "proximidad" afectivas. El
ejercicio fracasa. La indecisión la inmoviliza. No puede “representar" su
conflicto. Queda en silencio, abrumada, y los almohadones, apilados sobre su
falda. Me pregunto el porqué del fracaso: ¿montante demasiado alto de
angustia? ¿Indicio de transferencia negativa en forma de
"negativismo" a la propuesta? ¿Resistencia defensiva frente a la
proximidad de algún conflicto inconciente?
Un movimiento casi imperceptible me interrumpe
de pedirle un soliloquio donde "confiese su dificultad":
distraídamente, con la mano hace "pasar" los almohadones. Le pregunto
qué ve en lo que está haciendo. "No sé". Insisto. "Como
revisando un fichero". Le pido solamente que repita el movimiento. A
partir de la repetición, y de las velocidades, Marcela acelera, lentifica,
descompone el movimiento. No hay sujetos
ni historias, hay trozos de corporalidades
mezclándose entre sí. Allí sólo hay encuentros
singulares de ritmos-manos-texturas-telas-consistencias-espesores-huecos-planos-
temperaturas-pieles-dedos-"entres" - formas no totalizadas.
Sorpresivamente, la repetición cobra "cuerpo" en un indicio gestual.
Del sin sentido a la otra escena, del automatismo al recuerdo, un pantallazo
de su infancia se despeja del olvido, y se recuerda buscando a escondidas el
dinero que su madre guardaba entre la pila de sus pulóveres, para sacárselo.
Se trata, entonces, de una lectura que
desplaza la unidad de análisis de la escena como producción molar, a sus
elementos más moleculares; elementos que ya no tienen forma ni función y que
sólo se distinguen por cualidades tales como el movimiento, el reposo, la
lentitud, la velocidad. Lectura que opera con velocidades, entonces, no con
secuencias; con arritmias y ritmos variados, más que con regularidades; con
destellos y evanescencias, más que con la previsibilidad del juego de la luz y la
sombra.
No estamos acostumbrados, en psicodrama,
hoy, a concebir las intensidades aconteciendo sobre las superficies, a no hurgar
en la "caja de Pandora" la otra escena que se resiste a
mostrarse (de hecho, habrá que preguntarse si estamos habituados a la
intensidad en sí misma, o la hemos asesinado).
En la vieja idea de catarsis moreniana,
estaba en gérmen el sentido de la intensidad como puro devenir, sólo que,
tratándose de una materia indócil, fue incomprendida y descalificada. A pesar
de la ideología espontaneísta de Moreno, éste intentó elaborar una auténtica
filosofía de la creación, a partir de la cual, "cada acontecimiento sucede
sólo una vez y nunca más" (Moreno). Pero Moreno enseñó también a no
retroceder cuando estas intensidades acontecen, porque allí acontece la
sexualidad, la muerte, la vida, la locura; intuición genial que lo llevó a gestar una praxis como
puro régimen de flujos y encuentros.
Tras un trabajo de improvisación corporal
bastante prolongado, y llevado a cabo en condiciones atípicas de semioscuridad
(por los cortes de luz se trabajó con luz de vela), en un grupo de formación no
aparecen escenas para representar. Nadie puede relatar "historias",
"conflictos", "recuerdos humanos": sólo se habla de destellos,
sensaciones táctiles, viscerales, imágenes sin objetos definidos: los registros
perceptuales se asemejan a las impresiones visuales que provoca la anestesia
profunda, o a las alucionaciones corporales. No cuesta mucho suponer allí la resistencia
a "pensar en escenas” (Martínez Bouquet), teniendo en cuenta que era la
primera aproximación a escenas personales. Sin embargo, lo que circula da cuenta
de un régimen de afectaciones de una vibración extraña, casi incómoda, sin forma,
caótica, sin sujeto. Afectaciones de las pieles en contacto con otras pieles,
de las oscuridades no imaginarias, del acontecer mudo de los procesos
somáticos. Algo allí no se podía representar, pero se manifestaba a través de
otros órdenes de expresión. Crisis del pensamiento en escenas. "Dicho
tipo de pensamiento ha sido considerado con frecuencia como
meramente constituido por imágenes. Pero ante una observación más atenta, y en
particular, cuando quien observa es sensible a la detección de los fenómenos
dramáticos; resulta estar constituido por escenas" (Martínez Bouquet). Pero,
¿existen otros modos de afección que no pasen por el pensamiento en escenas?
¿Existen otras modalizaciones del pensamiento?
Es comprobable que, tanto las imágenes,
como la compleja multiplicidad de registros que dominan nuestras formas de
percepción, no tienen la tendencia automática de acomodarse en una historia.
Como las palabras y las frases, para adquirir sentido, deben ser violentadas.
Narrar, desplegar una historia implica manipular, doblegar, constreñir las
imágenes. El llamado pensamiento en escenas es efecto de este intento de dar
coherencia a la inextricable complejidad de un universo de percepciones que
desborda y sobrepasa toda su posibilidad de darse representación.
Poder desplegar, escenificar
"historias" es parte imprescindible de la práctica psicodramática,
pero nos topamos con los límites del psicodrama si al tomar a la escena como
unidad instrumental, capturamos en un marco de coordenadas espacio-temporales,
los múltiples flujos de expresión no siempre representacionales. Nos topamos
con los límites del psicodrama s¡ no sabemos inventar otras alternativas de expresión
para los flujos no representativos del inconsciente.
Molecularizar la unidad de la escena ni
siquiera es "mirar desde adentro", alusión equívoca al sesgo
contratransferencial de la implicancia deseante del coordinador; otras
metáforas dicen mejor el devenir subjetivo que se produce con esta operación:
afectarse con la textura de la trama, dejarse ser parte del cuadro; devenir
escenario como puro acontecimiento; ser una pincelada en la tela, ser puro
color; hacerse objeto y partícula de objeto.
Nos topamos con los límites del psicodrama
si trabajamos con una dramática como simple pantalla de lo imaginario o latencia
de lo simbólico. Dramática como discurso narrativo, frase acabada, coherencia
argumental, montaje gramatical; que no sabe tolerar los balbuceos, las
metamorfosis que transcurren en las superficies de las proposiciones y las
palabras, los sonidos de los objetos cuando hablan, el silencio ensordecedor
de los cuerpos cuando vibran. “En Las sillas de Ionesco, el poderoso contenido
poético de la obra no se apoya en la banalidad del texto que recitan los
actores, sino en el hecho de que va dirigido a un número cada vez
mayor de sillas vacías. Martin Esslin.” (Citado en Reflexiones sobre el
proceso creador, de E. Pavlovsky).
El problema no es el de la organización, el
de la estructura, sino el de la composición. Composición
de moléculas y partículas de todo tipo; de afectos, de intensidades, de individuaciones
sin sujeto (Deleuze, Guattari). Composición que singulariza a la obra de
arte, con sus características de extrañeza, liquidez, instantaneidad,
inhumanidad. Es el juego vertiginoso y superficial de las apariencias
desafiando el sujeto de la interpretación. Juego que nos arranca del reino de
la metáfora y nos sumerge en la seducción de las metamorfosis.
Intentamos recuperar la posibilidad de
intensidad en una praxis que pierde el sentido sin ella.
Por otro lado, intentamos mostrar que para
trabajar en psicodrama, o sólo no basta entrenarse en la escucha de la palabra,
sino que concentramos en esta dimensión, nos insensibiliza la mayoría de las
veces, para captar los múltiples registros en que el drama, como modo “espacial”
del verbo, más que de la acción, permite al deseo expresarse.
La idea de máquina (Deleuze, Guattari)
y la de devenir (Deleuze) pueden servimos cuando la de estructura ha
perdido la significación de corte en un proceso, y opera como estrategia de
"momificación" del fluir siempre des-bordante (fuera del borde que
la estructura misma pretende imponerle) del inconsciente.
Los procesos maquínicos de
desubjetivización promueven un sujeto que queda por fuera de la máquina. Pero
una realidad difusa, descentralizada, volatilizada hasta lo infinitesimal de
sus cortes, anula toda posible captación del objeto, y a la vez al sujeto
mismo. La máquina, en tanto haga imposible la representación de sus efectos, atrasa
con el sujeto del sentido. ¿Desaparición de las ilusiones y las utopías?
"Para
que una cosa tenga sentido, hace falta una escena, y para que exista una escena
hace falta una ilusión, un mínimo de ilusión, de movimiento imaginario de desafío
a lo real, que nos arrastre, que nos seduzca, que nos rebele" (J. Baudrillard, Citado en
"La multiplicación dramática” de H. Kesselman y E. Pavlovsky). Pero no
estamos apostando al conformismo obsceno de lo hiperreal. (Baudrillard).
Hoy asistimos a la producción de otras
formas de subjetividad. “La máquina como repetición de lo singular, es el único modo
posible de representación de las diversas formas
de subjetividad
en el plano individual o colectivo" (F. Guattari). Las formas sociales en las que estamos
sumergidos hoy ya no responden a determinismos estructurales, ya no se dejan
capturar por la causalidad que desencadena una estructura. "La realidad no
se puede explicar desde la estructura" (J. C. De Brasi).
Quizás asistamos no sólo a la
manifestación de órdenes maquínicos de funcionamiento, sino también al
surgimiento de una dimensión maquínica de la ética y de la estética. La máquina, como proceso de apropiación
deseante, también puede producir otros modos de ilusión.
Los límites del psicodrama son también
los propios límites del psicodramatista como agente clínico será también su
desafío. Y el desafío será el de la creación. Porque nos encontramos en la encrucijada
de lo desconocido. Deberemos fundamentalmente crear otra concepción de la
clínica: una clínica, por lo pronto, que abandone sus refugios sedentarios para
animarse a transitar por la incapturable expansión de la producción deseante.
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cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis (inédito)
§ LEMOINE, G. y P.: Teoría
del Psicodrama, Ed. Gedisa.
§ MARTÍNEZ BOUQUET: Fundamentos
para una teoría del psicodrama, Ed. Siglo XXI.
§ MARTÍNEZ BOUQUET,
C. MOCCIO F, PAVLOVSKY, E.: Psicodrama psicoanalítico en grupos, Ed.
Fundamentos (Madrid).
§
MORENO,
L: Psicodrama, EJ. Hormé. .
§ MALDA VSKY, D.: Teoría
de las representaciones. Ed., Nueva Visión.
§ PERCIA, M.: Psicoterapia
de grupos, función y espacio de la escena en la investigación analítica, Ed.
de la U.B .
§ PAVLOVSKY, E.: Reflexiones
sobre el proceso creador, ED. Búsqueda.
§ SAIDÓN, O.: Seminarios
sobre la clínica ampliada. (Centro de Psicodrama Psicoanalítico Grupal).
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