ACERCA DE LAS FAMILIAS ENSAMBLADAS
Por Gloria Abadi
"¿Quién es ese hombre leyendo el diario en mi casa?"
Pese a los años transcurridos desde la ley de divorcio, pese a la
multiplicación de nuevas familias que incluyen hijos de matrimonios anteriores,
?la representación de la familia nu-clear, como organización legitimada
socialmente, opera como generadora de sufrimiento, ya que la imposibilidad de
ceñirse a esa matriz ideal arroja a las nuevas familias a un vacío de
simbolización?.
¿No hay normas. Todos los hombres son excepciones a una regla que no existe.?
Fernando Pessoa
¿Estamos teniendo algunos problemas... Alejandro es separado y tiene tres
hijos. Vivimos juntos hace poco tiempo. Se nos complica armar esta nueva
familia. No nos entendemos bien. Yo es la primera vez que salgo con alguien con
vínculos tan importantes. Para mí son nuestros únicos problemas.? ?Compramos
una casa grande para ir a vivir juntos, con lugar para sus chicos. En el
departamento anterior, cuando venían los chicos yo tenía que dormir en el
living. Yo busco mi lugar en esta familia; si yo estoy enferma pero el hijo de
él tiene mo-cos, me deja a mí para atenderlo a él.?
Desde hace un tiempo se presenta con frecuencia la consulta espontánea de
parejas o fami-lias que focalizan su sufrimiento en el hecho de estar
integrando nuevas uniones, nuevas familias con hijos de matrimonios anteriores.
Cuando es la pareja quien consulta, es frecuen-te escucharlos decir que, a
pesar del amor que los une, no logran organizar la familia; el con-flicto surge
particularmente en situaciones relacionadas con los hijos de uno u otro. Este
su-frimiento, este malestar parece abarcar a todos los miembros de la nueva
familia, aunque en cada uno de ellos resuene de modo diferente.
En el nivel del discurso, se repiten e insisten expresiones como: ¿ Necesitamos
organizar la familia...?; ¿Somos una familia atípica...?; ¿Todos estamos
haciendo un esfuerzo...?; ?Los límites los tiene que poner él porque es el
padre...?; ¿No los entiende porque no son sus hijos...?; ?Necesito que me
legitimen...?; ¿No me gusta que crea que no quiero a sus hijos...?; ¿No sé cuál
es mi lugar...?; ¿Tratamos de
evitar las tensiones...?.
Algunas de estas situaciones se hacen presentes en preguntas que de algún modo
conden-san la dificultad para metabolizar las transformaciones en la familia:
¿Está bien que los chi-cos de él puedan venir cuando quieran y que no pongamos
un límite?; ¿Por qué tenemos que tomarnos las vacaciones cuando el papá de sus
chicos arregle en su trabajo?; ?¿Por qué yo tengo que hacer de mamá para
algunas cosas y para otras no existo porque no soy la madre?.
Lo que así se despliega excede lo que clásicamente analizamos bajo la
perspectiva del due-lo: la tristeza por la pérdida del marco familiar anterior,
la presencia de otra mujer/hombre en el lugar de la madre/ padre, la
alternancia en la cotidianidad, la hostilidad frente a lo perdido
irrecuperable. Si bien todos estos aspectos están presentes, conviene ampliar
la mirada para privilegiar la marca de lo instituido socialmente en referencia
a qué es ser una familia. Lo cual conduce a un interrogante fecundo: ¿qué
representación de familia está vigente como telón de fondo no consciente,
invisibilizado, en estas consultas? Intentemos, a partir de esta formu-lación,
entender cómo lo que se vivencia como desorden familiar se transforma en
sufrimien-to.
Algunos autores hablan de familia instantánea para referirse a este modo de
conformar una familia, con hijos de anteriores uniones matrimoniales. Lo
instantáneo, en este contexto, re-mite a una categoría de tiempo que cuestiona
la idea, tradicional y moderna, de una pareja que proyecta sus hijos como
tránsito para devenir familia.
En ese escenario, enmarcado en un tiempo lineal, los hijos son anticipados en
el imaginario de la pareja; esta anticipación marca un antes, que inaugura un
lugar y que fundamentalmen-te prefigura un
vínculo. En ese antes, ya se imaginarías una relación con el hijo, es decir, se
anticipa tam-bién cómo se desearía ser madre/padre. Esta representación
presenta los rudimentos fun-dantes del futuro lazo
afectivo.
En cambio, de la noción de instantaneidad no se deriva un momento anterior que
prepare al que lo sucederá. Señala Zygmunt Bauman (Modernidad líquida, Fondo de
Cultura Económi-ca, 2003) que el término instantaneidad parece referirse a un
movimiento muy rápido y a un lapso muy breve pero, en realidad, denota la
ausencia de tiempo como factor del aconteci-miento y, por consiguiente, su
ausencia como elemento en el cálculo del valor; este movi-miento rápido excluye
la posibilidad de anticipación. Señalo, sin embargo, que, cuando ese autor
sugiere la ausencia de tiempo toma como parámetro la categoría del tiempo como
li-neal: tal representación del tiempo como instantáneo resta posibilidad a la
espera, la demora, el proceso. Pero, respecto de estas familias, pienso lo
instantáneo como modo de nombrar una vivencia que expresa el esfuerzo por
procesar un conjunto de situaciones novedosas que se experimentan como
excesivas. Entiendo aquí lo instantáneo como expresión de un exceso.
Si bien estas familias son producto de un proceso que alojó la posibilidad de
unirse en convi-vencia, anticipando así un nuevo modo de cotidianidad, en
muchos casos, incluso, con abundante información
sobre los problemas que suelen suscitarse, el motivo de la consulta deja
entrever la opera-ción de desmentida de la que fue objeto ese conocimiento.
En este sentido aparece una vivencia de instantaneidad. Lo instantáneo es aquí
del orden de lo imaginario. Si bien hay un conocimiento respecto de una
transformación en el orden fami-liar, el modo de presentación del malestar
refleja intentos fallidos por ajustarse al modelo de familia anterior.
La experiencia, en tanto afectación directa, pone en tensión lo esperado y lo
encontrado. Re-cordemos una fórmula de Michel Foucault:
El conocimiento se hace saber cuando transforma las condiciones del sujeto. Se
transforma por aquello que conoce o, mejor, por el trabajo que hace por
conocer. Aquí, en cambio, lo que se presenta adquiere existencia por su
cualidad presencial, ya que queda anulado ese antes que lo habría alojado
representacionalmente como conocimiento. Los hijos de una unión anterior
desafían, para la nueva pareja, la
secuencia lógica de la que hablábamos: por un lado, son portadores o
representantes de un antes, pero, y en especial para el nuevo cónyuge, se
constituyen en una familia que lo espe-ra, que lo antecede y que,
por lo tanto, le reserva un lugar ya imaginarizado al calor de la trama
histórica que los entre-laza.
La inclusión de la nueva pareja en forma estable (con o sin convivencia)
configura un nuevo armado en la interacción familiar que evidencia la ausencia
de la configuración anterior, a la vez que impone una presencia que exige la
fundación de nuevos modos de estar en familia. Una paciente adolescente me
decía que no le gustaba levantarse a la mañana y encontrarse con la pareja de
la madre en su casa: Siento que pierdo intimidad, ya que no puedo pasear-me en
pijama, me tengo que vestir... A veces me pregunto: ¿quién es ese hombre
sentado en mi casa, leyendo el diario?.
En la práctica clínica, encontramos diversos modos de respuesta ante estos
cambios; cada uno de ellos señala cuál es el lugar que, en cada caso, se les
pudo otorgar a los nuevos inte-grantes. Algunas familias
necesitan constituir un pacto de alianza con frecuencia inconsciente por el
cual se abroque-lan para sostener una lealtad infranqueable al miembro de la
pareja ausente; en ellas, los nuevos integrantes reciben un rechazo y una
hostilidad que están al servicio de perpetuar, ilusoriamente, una organización
con lugares cristalizados. Otras familias comparten un pacto de silencio en
relación a la disolución de
la pareja: en éstas, el recién llegado permite suturar un vacío que amenazaba
sumergirlos en aguas inciertas; su presencia permite recomponer una
configuración familiar donde no haya lugares deshabitados; se reconstituye un
orden apaciguador, ilusorio, que evita la tensión entre lo perdido y la nueva
situación. Son dos modos posibles de suspender el camino del duelo.
Si bien la ley de divorcio otorgó representación social a la posibilidad de
disolución de una pareja y, por consiguiente, a la oportunidad de constituir
nuevas uniones, la pregnancia de una
significación, ligada al poder de la tradición, generalmente resiste al cambio,
aun cuando nuevos datos disponibles puedan brindar nuevos sentidos. Desde esta
perspectiva, la repre-sentación de familia nuclear como la organización
familiar legitimada y valorada socialmente opera como generadora de sufrimiento,
ya que las prácticas efectivas de las familias ensam-bladas descubren la
imposibilidad de ceñirse a esa matriz ideal, lo cual las arroja a un vacío de
simbolización. No considero, entonces, que las transformaciones de las familias
traigan en sí mismas sufrimiento, sino la fijeza de una representación que
semantiza las transformacio-nes sólo en términos de déficit o de falta.
Es muy frecuente que la consulta se produzca luego de que la pareja comienza la
conviven-cia con alguno de los hijos de la unión anterior.
El proyecto de la unión familiar los confronta con una realidad que, por su
desajuste con las experiencias anteriores, no encuentra representaciones
disponibles para ser pensada: hijos con los cuales
conviven algunos días a la semana, medios hermanos que se instalan como nuevos
rivales, una legalidad familiar compartida con quien no se conoce, una
dependencia involuntaria de la organización de vida del ex cónyuge, una
rivalidad siempre en precario equilibrio entre madre/padre y quienes ocupan
esos lugares en la nueva organización familiar, en fin: una constelación
familiar que excede en mucho a la familia nuclear.
Quizás, en este tema, pacientes y analistas vivimos situaciones de desajuste
equivalentes: los pacientes, orientados por un ideal de familia que funciona
como matriz a la espera de que las prácticas efectivas se disciplinen; los
analistas de familia, por nuestra parte, encontramos agrupaciones familiares
que desafían los parámetros de la consanguinidad, de la conviven-cia, etcétera.
También nuestras teorías pueden ser ineficaces para acompañar estos nuevos
modos de estar en familia sin alistarlos en la categoría de las desviaciones.
El concepto de ética en psicoanálisis podría replantearse como la tarea, nunca
acabada, de evitar convertir en un hecho natural aquello que merece ser
analizado a la luz de las múlti-ples determinaciones que lo construyen. La
representación social de familia nuclear es una construcción tributaria de
determinadas condiciones sociales y económicas que hoy han cambiado. Sin
embargo, hay una aspiración no consciente a depositar en la institución
fami-liar un ideal de permanencia, deslizando así su conformación hacia el
orden de lo natural. En este punto, tanto los terapeutas como los pacientes
deberían poder alojar aquello del orden de lo inédito, sustrayéndose a la
tentación de reducirlo a un significado/representación ante-rior.
Desde cierta perspectiva teórica, el paradigma estructuralista para pensar las
familias orientó la mirada hacia los lugares y funciones que preceden y
constituyen a los sujetos. Considero que este enfoque se constituye aquí en un
obstáculo que contribuye a reforzar la resistencia ante situaciones clínicas
nuevas. Quizás, en estas agrupaciones familiares, debamos pensar más bien en términos
de vínculos o lazos entre personas, que en esa interacción irán cons-truyendo
relaciones que no podrán reducirse a funciones preexistentes.
No se trataría de un lugar preformado, sino de la invención de un lugar. Alojar
al otro, alojar la alteridad, significa dejar que advenga un vínculo sin
reconducirlo a la fijeza de lo ya cono-cido; dejar advenir eso nuevo produce, a
la vez, lo otro desconocido en cada uno. Esta des-articulación de la fijeza de
una representación genera una situación inédita, que no se puede remitir a una
anterior; así planteada, no está en falta en relación a algo completo, ya que
es pensada como diferente.
La nueva mujer del padre ¿tendrá que hacer las veces de madre de los hijos del
marido? De lo contrario, ¿estará en falta? Esta sola pregunta desafía la
rigidez de un único modelo de familia, a la vez
que deja a la intemperie, sin modelos identificatorios reasegurantes, a cada
uno de sus miembros. Podemos incluir esta vacilación en las certezas
identificatorias como otra fuente posible de malestar, ya
que, si una organización familiar diferente es leída en clave binaria, no podrá
ser pensada como familia.
Insisto en que las representaciones de madre/padre/hijo, fraguadas al calor de
la representa-ción social de familia nuclear, son puestas en crisis, en
desorden, por estas configuraciones familiares, en las que
la familia no se define por la convivencia ni tampoco por los vínculos de
sangre; se cuestiona un orden consensuado, referido a la formación de una
pareja, en tanto los hijos preceden a la pareja misma. La
matriz ordenadora se muestra ineficaz para significar nuevos modos de vida
familiar, nuevas prácticas que, al carecer de parámetros legitimados para ser
pensadas, son generadoras de malestar.
Licenciada, nosotros formamos una familia ¿Cómo nominar a ese nuevo integrante
que está ligado afectivamente a la familia pero no fue protagonista de su
fundación? Podemos pensar que el contacto de uno con otros irá dibujando un
vínculo que se producirá ahí, en las prácti-cas efectivas entre una mujer o un
hombre y los hijos de su pareja; reducir tales lugares a los de madre/padre es
restarles la complejidad propia de estas constelaciones familiares. Ver en esa
mujer a una madre sería imponer sentido ya conocido, una representación que, a modo
de matriz preexistente, tornara homogénea una presencia que aún carece de
nominación. Este camino sutura una carencia simbólica a la vez que cristaliza
sus significaciones; en la opinión que bellamente formuló Serge Moscovici, la
representación juega un rol reductor de la incertidumbre: La representación
ejerce una domesticación de lo extraño?. Esta imposición de sentido no es
consciente, sino que es el modo en que toman forma los ideales culturales en el
psiquismo. Los discursos que hablan de la familia, afectan las interacciones,
ya que vehiculizan el orden de lo instituido produciendo modelizaciones en el
hacer y el sentir.
Desde otra posible lectura, estas consultas parecen plasmar la creencia de que
en las prime-ras uniones todo resulta más sencillo. En éstas, el amor hace que
todo fluya naturalmente: el amor por los hijos, el amor hacia la pareja más
allá de los desacuerdos, el deseo de formar una familia. En las familias
ensambladas, en cambio, queda a
la vista que el lazo afectivo es un proceso que se construye a través de las
prácticas, de la experiencia de sentirse afectado por el otro.
Desde esta perspectiva, visibiliza la precariedad de los vínculos. El
sentimiento amoroso pa-rece redefinirse, ya que la cuota de esfuerzo para
aceptar los nuevos vínculos pone en crisis la idea romántica del
amor espontáneo y natural. Como consecuencia, queda más al descubierto la
ambivalencia, en tanto componente inherente a toda relación afectiva; los
sentimientos negativos hostiles, presentes en toda
relación afectiva, son censurados o reprimidos en los vínculos
parento-filiales, ya que, en nuestra cultura, se espera que los padres quieran
a sus hijos y les deseen el bien. El amor hacia los hijos queda entonces
naturalizado.
Lo que pasa es que no me gusta que él piense que no quiero a sus hijos, decía
una paciente. Pienso que es la imagen de sí misma la que se le torna
intolerable, imagen modelada por la mirada social que
censura duramente a una mujer/hombre que se permiten interrogarse acerca de
aquello con-cebido como del orden de lo natural. Los sentimientos que se oponen
a este mandato son experimentados como
anormales, en términos de su no correspondencia a un ideal, tributario de un
discurso social determinado que ofrece determinadas representaciones productoras
de determinadas subje-tividades: las subjetividades de una época. Las
relaciones que se tejen en estas nuevas uniones familiares carecen del soporte
que brinda el lazo de sangre: por lo tanto, la creencia en un orden natural de
los afectos parento-filiales no puede sostenerse. En el lazo entre el nuevo
compañero/a y los hijos de su pareja queda visibilizado el aspecto de
construcción deseante que tiene todo vínculo. Si, como sostiene Ignacio
Lewkowicz (Pensar sin Estado, Paidós, 2004), el concepto de sangre es un
concepto simbólico, los vínculos de sangre lo son según el concepto de sangre,
no según la sangre; lo que importa no es por dónde derivan los genes, sino por
dónde deriva la subjetividad.
El esfuerzo tan mencionado por los pacientes que habitan estos vínculos quizá
debamos en-tenderlo como la inquietud de saberse en vínculos precarios, en
tanto no responden a la soli-dez imaginaria instituida con los lazos de sangre,
sino que será la intensidad de su afectación lo que ha de ir demarcando qué serán
el uno para el otro.
El término familia ensamblada parece una solución de compromiso para no perder
el anclaje que brindan las significaciones sociales imaginarias. Este término
compuesto se vuelve a centralizar en el significante familia. Y la palabra
ensamble vuelve a mostrar la necesidad de responder a un ideal de completud, el
ideal de lo uno, indiviso, que deje por fuera todo testi-monio de lo que escapa
a la
unión; vuelve a desconocer que lo familiar siempre incluye lo extraño.
* Publicado en Nuevas variaciones sobre clínica psicoanalítica, por Ana N.
Berezin, ed. Letra Viva.
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